miércoles, 4 de diciembre de 2019

La prudencia de no dar un consejo...

La vida como abogado es bastante interesante. A pesar de la presión constante de sacar adelante un sinfín de asuntos y darle solución a los problemas de la gente, conlleva además un aspecto bastante humano, sobre todo cuando de materia familiar se trata.

Si bien la ética y el secreto profesional me impiden dar los detalles pertinentes y circunstancias de las causas que dan vida a varios de estos procedimientos, lo cierto es que se puede dar un enfoque ilustrativo del tema sin profundizar en los detalles particulares.

La vida laboral me ha conducido, poco a poco, a prestar mis servicios en temas de familia: Divorcios, guarda y custodia, alimentos; son el pan nuestro de cada día. A mi oficina han llegado una cantidad determinada de clientes con distintas causas a las cuales he intentado brindar el mejor de los servicios; cada asunto es diferente, siempre hay una historia diversa que contar y la mayoría de los clientes necesita desahogarse. En realidad el procedimiento no les preocupa demasiado, comprenden de sobra los trámites burocráticos y lo cansino que pueden llegar a ser las prácticas judiciales. Pero esa parte humana es la que más requieren. Todos están ávidos de un oído que escuche su historia, con el propósito firme de encontrar una solución que los lleve a buen puerto.

Sin duda, el trabajo del litigante lleva algo de psicología. Una clase que no se enseña en las escuelas ni facultades de derecho.

Hace algunas semanas llegó a mi oficina una persona. Tuve una revelación. Siempre he intentado mantener la mente ocupada para lidiar con las demás circunstancias que rondan por mi vida. En este caso en particular, sin embargo, no pude dejar de sentir empatía. Su historia personal me resultó profundamente trágica en comparación con las cosas que a mí me ocupan en este momento. Cuando me preguntó que le aconsejaba, di por hecho que se refería al procedimiento que se llevaría a cabo, le mencioné los pasos que daríamos a partir de ese momento y cuáles son los resultados que pretendemos obtener en el mediano plazo. Me escuchó pacientemente. Realizando una pregunta sí y otra también, apuntando algunas cuestiones que para él resultaban trascendentales y afinando los últimos detalles respecto a mis honorarios. Cuando pensé que la plática se había dado por concluida, volvió a preguntarme: “Bueno… ya me explicó el procedimiento, pero dígame Usted ¿Qué me recomienda hacer?”

Lo pensé un par de segundos, mientras le daba un sorbo al café que tenía enfrente, pensando que tan prudente o imprudente podía llegar a ser si me involucraba más allá del aspecto estrictamente jurídico. Esta persona había abierto las puertas de su vida a un auténtico desconocido y a pesar de ello, buscaba un consejo que, yo sabía, no podía brindarle. O que por lo menos no podía brindarle la ayuda que necesitaba.
“No sé qué hacer con mi vida a partir de este punto…” Apuntó.

En mi interior brotaba una sensación que me orillaba a querer opinar al respecto, dar mi propio punto de vista, pero después de unos segundos de meditación, razoné que no era justo para esta persona escuchar una opinión cargada de historia personal en un tema que necesitaba ayuda profesional. Le apunté que comprendía su situación, es más, podía ser empático, pero no era el profesionista oportuno para dar respuesta a esas preguntas. Acto seguido, le recomendé a un terapeuta. Me agradeció a regañadientes, debo admitirlo, nos despedimos. Solo un par de días, después de su primera sesión, me envió un mensaje de profundo agradecimiento por haberle recomendado a esa persona.

Pensé entonces en la importancia que tiene en nuestra vida desahogarnos, contar nuestras historias, pero sobre todo tener la mesura de saber con quién comentarlas. Es cierto, el cliente debe decirle a su abogado toda la verdad, eso no es un tema a discusión. Pero el abogado no debe confundir su profesión con la de otros, ni crear esos vínculos emocionales, menos desde la propia experiencia qué, en comparativa, podría parecer nula.

Sí en ese momento hubiera dado mi opinión al respecto, tendría una carga particular y poco objetiva. En lugar de ayudarlo con su situación, le habría mandado mis propios fantasmas y esa es la parte que no resultaba justa. Esta persona me contrató para darle solución a sus problemas legales, nada más. Traspasar esa línea, realizando juicios personales con la mitad de la historia, habría sido una irresponsabilidad de mi parte.

Claro que yo también he tenido las mismas preguntas, como cualquiera. En ocasiones he recurrido a personas de confianza para contarles estas cosas, sin obtener las respuestas indicadas a mis interrogantes, no los juzgo. A pesar de ello, nada ha sido más satisfactorio que trabajar con el profesional indicado, porque cada persona aconseja desde su propia experiencia y del momento en el que está viviendo. Desafortunadamente son pocas las personas que pueden ser objetivas a la hora de dar una opinión. Es por ello que me he resistido rotundamente en los últimos meses a aconsejar a otras personas.

Hay algo más, en todas estas peripecias de trabajo. Conocer las historias me ayuda a ilustrarme de la realidad en la que vivo. Es una realidad que apenas voy comprendiendo, problemas personales tenemos todos, pero no todos solemos ser empáticos con los mismos. Y como efecto dómino, no todo el mundo puede ser empático con nuestros problemas. Sin embargo, saber de estas cosas me ha ayudado a ser más tolerante con los demás individuos. Alguna persona podrá estar pasando por el peor momento de su vida… y a pesar de ello quiere seguir adelante sin tener la más remota idea de cómo hacerlo. Otras, en cambio, se dejarán sumir en su propia desesperación y no buscaran una luz al final del camino. Ambas conductas son totalmente naturales y comprensibles. ¿Qué aconsejar en ambos casos? Tal vez lo mejor es quedarse callado. No emitir juicios. No opinar también es un buen consejo. Escuchar, quizás, la mejor ayuda. Dirigirlo con un especialista, la solución.

A todo esto concluyo: La prudencia es una virtud que, en algunos casos, solo se obtiene con el tiempo.

P.d.- ¿Quién dijo que los abogados no tenemos sentimientos?

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