La
vida como abogado es bastante interesante. A pesar de la presión constante de
sacar adelante un sinfín de asuntos y darle solución a los problemas de la
gente, conlleva además un aspecto bastante humano, sobre todo cuando de materia
familiar se trata.
Si
bien la ética y el secreto profesional me impiden dar los detalles pertinentes
y circunstancias de las causas que dan vida a varios de estos procedimientos,
lo cierto es que se puede dar un enfoque ilustrativo del tema sin profundizar
en los detalles particulares.
La
vida laboral me ha conducido, poco a poco, a prestar mis servicios en temas de
familia: Divorcios, guarda y custodia, alimentos; son el pan nuestro de cada
día. A mi oficina han llegado una cantidad determinada de clientes con
distintas causas a las cuales he intentado brindar el mejor de los servicios;
cada asunto es diferente, siempre hay una historia diversa que contar y la
mayoría de los clientes necesita desahogarse. En realidad el procedimiento no
les preocupa demasiado, comprenden de sobra los trámites burocráticos y lo cansino
que pueden llegar a ser las prácticas judiciales. Pero esa parte humana es la
que más requieren. Todos están ávidos de un oído que escuche su historia, con
el propósito firme de encontrar una solución que los lleve a buen puerto.
Sin
duda, el trabajo del litigante lleva algo de psicología. Una clase que no se
enseña en las escuelas ni facultades de derecho.
Hace
algunas semanas llegó a mi oficina una persona. Tuve una revelación. Siempre he
intentado mantener la mente ocupada para lidiar con las demás circunstancias
que rondan por mi vida. En este caso en particular, sin embargo, no pude dejar
de sentir empatía. Su historia personal me resultó profundamente trágica en
comparación con las cosas que a mí me ocupan en este momento. Cuando me
preguntó que le aconsejaba, di por hecho que se refería al procedimiento que se
llevaría a cabo, le mencioné los pasos que daríamos a partir de ese momento y cuáles
son los resultados que pretendemos obtener en el mediano plazo. Me escuchó
pacientemente. Realizando una pregunta sí y otra también, apuntando algunas
cuestiones que para él resultaban trascendentales y afinando los últimos
detalles respecto a mis honorarios. Cuando pensé que la plática se había dado
por concluida, volvió a preguntarme: “Bueno… ya me explicó el procedimiento, pero
dígame Usted ¿Qué me recomienda hacer?”
Lo
pensé un par de segundos, mientras le daba un sorbo al café que tenía enfrente,
pensando que tan prudente o imprudente podía llegar a ser si me involucraba más
allá del aspecto estrictamente jurídico. Esta persona había abierto las puertas
de su vida a un auténtico desconocido y a pesar de ello, buscaba un consejo
que, yo sabía, no podía brindarle. O que por lo menos no podía brindarle la ayuda
que necesitaba.
“No
sé qué hacer con mi vida a partir de este punto…” Apuntó.
En
mi interior brotaba una sensación que me orillaba a querer opinar al respecto,
dar mi propio punto de vista, pero después de unos segundos de meditación,
razoné que no era justo para esta persona escuchar una opinión cargada de
historia personal en un tema que necesitaba ayuda profesional. Le apunté que
comprendía su situación, es más, podía ser empático, pero no era el
profesionista oportuno para dar respuesta a esas preguntas. Acto seguido, le
recomendé a un terapeuta. Me agradeció a regañadientes, debo admitirlo, nos
despedimos. Solo un par de días, después de su primera sesión, me envió un
mensaje de profundo agradecimiento por haberle recomendado a esa persona.
Pensé
entonces en la importancia que tiene en nuestra vida desahogarnos, contar
nuestras historias, pero sobre todo tener la mesura de saber con quién
comentarlas. Es cierto, el cliente debe decirle a su abogado toda la verdad,
eso no es un tema a discusión. Pero el abogado no debe confundir su profesión
con la de otros, ni crear esos vínculos emocionales, menos desde la propia
experiencia qué, en comparativa, podría parecer nula.
Sí
en ese momento hubiera dado mi opinión al respecto, tendría una carga particular
y poco objetiva. En lugar de ayudarlo con su situación, le habría mandado mis
propios fantasmas y esa es la parte que no resultaba justa. Esta persona me
contrató para darle solución a sus problemas legales, nada más. Traspasar esa
línea, realizando juicios personales con la mitad de la historia, habría sido
una irresponsabilidad de mi parte.
Claro
que yo también he tenido las mismas preguntas, como cualquiera. En ocasiones he
recurrido a personas de confianza para contarles estas cosas, sin obtener las
respuestas indicadas a mis interrogantes, no los juzgo. A pesar de ello, nada
ha sido más satisfactorio que trabajar con el profesional indicado, porque cada
persona aconseja desde su propia experiencia y del momento en el que está
viviendo. Desafortunadamente son pocas las personas que pueden ser objetivas a
la hora de dar una opinión. Es por ello que me he resistido rotundamente en los
últimos meses a aconsejar a otras personas.
Hay
algo más, en todas estas peripecias de trabajo. Conocer las historias me ayuda
a ilustrarme de la realidad en la que vivo. Es una realidad que apenas voy
comprendiendo, problemas personales tenemos todos, pero no todos solemos ser
empáticos con los mismos. Y como efecto dómino, no todo el mundo puede ser
empático con nuestros problemas. Sin embargo, saber de estas cosas me ha
ayudado a ser más tolerante con los demás individuos. Alguna persona podrá
estar pasando por el peor momento de su vida… y a pesar de ello quiere seguir
adelante sin tener la más remota idea de cómo hacerlo. Otras, en cambio, se
dejarán sumir en su propia desesperación y no buscaran una luz al final del
camino. Ambas conductas son totalmente naturales y comprensibles. ¿Qué
aconsejar en ambos casos? Tal vez lo mejor es quedarse callado. No emitir
juicios. No opinar también es un buen consejo. Escuchar, quizás, la mejor
ayuda. Dirigirlo con un especialista, la solución.
A
todo esto concluyo: La prudencia es una virtud que, en algunos casos, solo se
obtiene con el tiempo.
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